CABALLITO DE MADERA.

La Guerra Civil hacía ya tres años que concluyó, más sus devastadoras consecuencias continuarían notándose en todo el país durante un tiempo que nadie se atrevía a determinar. Era el tiempo del hambre, de la miseria, de la desesperación, de la barbarie para con los derrotados y de la oscuridad de la España partida en dos que dejó la sangrienta contienda bélica. Era el tiempo del dolor, de la religiosidad extrema y de la acusada diferencia de clases sociales entre miembros de una misma familia. Era un tiempo lúgubre, triste, que empujaba al silencio temeroso y a la depresión al contemplar el entorno que rodeaba toda la vida de las personas a las que les tocó vivir esa época. Era el tiempo de la España oprimida por la Dictadura y enlutada hasta las cejas. De la España del pasado vergonzante y del futuro incierto.

En un pequeño pueblo de Castilla-la Mancha, sus habitantes eludían hablar de política y de perspectivas para el porvenir como el gato escaldado huye del agua helada. Bastante habían padecido ya. Bastante tenían con ocuparse de poder comer tres veces al día y de que no les faltase la leña para calentarse en los crudos inviernos castellanos. A ellos les preocupaba más el éxito de las cosechas y la abundancia de lo obtenido en las matanzas; ¿qué más les daba a ellos si el dictador se reunía con Hitler o aprobaba esta orden o la de más allá? Los acontecimientos habían tomado esos derroteros, y ellos ya no podían hacer nada por remediarlo. Eso era tarea de los que tenían estudios y sabían; bastante esfuerzo les suponía ya a los españolitos de a pie el procurar que a los más pequeños de las casas no les faltase ningún alimento básico. Algo que, por desgracia, no siempre era posible lograr. Era el tiempo del hambre y de las privaciones.

Luis era un niño privilegiado. Sus padres trabajaban hasta la extenuación en el campo para que sus dos hermanas pequeñas y él pudieran comer tres veces al día y llevaran ropa limpia y caliente cuando el frío apretaba. Su padre era un jornalero apreciado por su jefe, que valoraba mucho su alto rendimiento y su honradez a todas luces demostrable. Y su madre era tan querida en la casa donde trabajaba como sirvienta, que se llevaba la comida ya hecha para sus hijos y la ropa que a las señoritas y al señorito (de edades similares a Luis y las dos niñas) se les quedaba pequeña.

Luis sabía que tenía mucha suerte. Desayunaba, almorzaba y cenaba, y además iba a la escuela. Sin embargo, no disponía de muchos juguetes, tan sólo de los que fabricaba con ayuda de sus manos y de su portentosa imaginación, pues los sueldos de sus progenitores eran muy exiguos y no se hallaban en disposición de gastar un céntimo en artículos que no fueran estrictamente necesarios. Luis se conformaba con hacerse carretas con cajas de cerveza vacías que le daban sus vecinos, y a las que añadía cuerdas y ruedas que él mismo dibujaba en trozos de cartón. Con sus carretas y sus compañeros de travesuras pasábalo en grande, inventando batallas gloriosas y mercadillos en los que todos los productos eran hechos con barro; la extraordinaria fantasía de los pequeños ante la falta de juguetes caros les proporcionaba unos elementos de diversión que muchos años después aprenderían a valorar en su justa medida. Sus nietos eran propietarios de unos juguetes tan mecanizados y tan pluscuamperfectos que no tenían ni pizca de chispa para inventarse nuevos pasatiempos o para convertir una botella de plástico en un cañón o una caja de galletas en un guerrero del espacio. Cuando se le da todo, y todo hecho, a un niño, se convierte en un malcriado consentido que además no es capaz de valorar y apreciar lo que tiene y lo que cuesta conseguir las cosas.

Y eso lo supo muy bien Luis durante su infancia. Sus juguetes inventados eran su mayor tesoro, la admiración de los adultos y el desdén de los niños ricos que se jactaban de poseer varios elementos de juego, caros y modernos, que sus padres les traían de la capital. Pero él pasaba de los comentarios y burlas de esos chiquillos; le gustaría poder jugar un poco con sus juguetes, más no sentía envidia ni ambicionaba a toda costa poseer alguno de similares características. Se conformaba con lo que tenía. Era feliz con sus juegos inventados y con sus carretas con ruedas de cartón. Se divertía mucho más proyectando persecuciones gloriosas de indios por vaqueros en el barro de la calle, haciendo guerreros de papel u organizando partidos de fútbol en los que la pelota era una botella de plástico ya ajada por el uso y por los puntapiés que le propinaban. Luis era un niño vivaracho, que crecía en medio del cariño de sus padres y familiares. Luis crecía sano y dichoso.

Luis crecía con un sueño. Un sueño muy doloroso para sus progenitores, por cuanto no les era posible transformarlo en preciosa realidad: Luis soñaba con tener un caballito de madera. Un caballito de madera con el que imitar a sus ídolos de los cuentos e imaginar que cabalgaba en busca de aventuras en las montañas o en la selva, que rescataba a los buenos y detenía a los malos. Un caballito de madera que se convirtiese en su compañero de fantasías infantiles y al que poder adornar con vivos colores y que fuera su mejor amigo y su confidente. Un caballito de madera al que poder arrear con dos trozos de lana y con el que jugar en el patio de su casa en las horas insoportablemente bochornosas y soporíferas de la sobremesa durante los meses del estío. Un caballito de madera era su ilusión, su fantasía y su anhelo más utópico; bastante tenían sus pobres progenitores con darle de comer y vestirlo con un mínimo de decencia, como para encima regalarle un caballito de madera. En la clase trabajadora y humilde de la España de la posguerra no había ni tiempo ni medios económicos para pensar en juguetes dispendiosos que sólo estaban al alcance de los pudientes y los de clase noble. Para un niño o una niña humildes, aspirar a un caballito de madera, una bicicleta o una muñeca de las de verdad era tan ilusorio, tan ideal y tan vano como intentar elevar un brazo al firmamento y atrapar una estrella con los dedos. Veían a los niños ricos con sus juguetes caros y hubiesen dado cualquier cosa por tener la oportunidad de poder estar un rato con ellos, pero se conformaban con lo que poseían. Y eran felices.

Luis soñaba con su caballito de madera, compañero de sueños y de aventuras. No decía nada en su casa, pues era muy consciente de la situación económica de sus padres. Pero no podía evitar que se le fueran sus preciosos ojos verdes detrás del caballito de madera de Ernesto, el hijo pequeño del médico de la capital, que pasaba los veranos en el pueblo con sus abuelos maternos, gente que tampoco escaseaba de nada por ser los propietarios de una de las pocas carnicerías del pequeño municipio. Luis veía al pequeño rico con su caballito y en más de una ocasión intentó acercarse a él para observar al objeto de sus sueños, pero Ernesto, huraño y repelente con todos los que no pertenecían a su clase social, se alejaba a la máxima velocidad que podía; su caballito era suyo, y no iba a consentir que un niño pobretón y que podía estar infectado de piojos le echase una miradita o le pusiese encima una de sus sucias manos. Se dirigía apresuradamente a la casa de sus abuelos con el caballito entre los brazos, dejando a Luis triste y con cierta sensación de congoja por no poder tocar el hermoso caballito de madera ni por el breve espacio de una milésima de segundo. Pero Ernesto era egoísta y avaricioso como su familia, y antes se moría que compartir sus juguetes modernos y costosos con otro niño… Y además pobre. Le habían dicho que los arrapiezos de los trabajadores llevaban más mierda encima que los gorrinos, por lo que no debía acercarse a ellos ni permitir que pensasen siquiera que les iba a dar la más mínima oportunidad de gozar de sus juguetes. Ernesto era asqueroso y repulsivo, pero Luis habría dado cualquier cosa por ser su amigo y poder jugar algún ratito con él y con el caballo de madera. Qué poco pedía… Y cuánto le negaban…

El verano avanzaba con holgazana lentitud, impregnando de un asfixiante bochorno cada rincón del precioso pueblo manchego donde vivía el pequeño protagonista de este relato. Las sombras de los patios y los rincones más frescos de las casas eran los lugares en los que la gente se acurrucaba para pasar las horas pegajosas y soporíferas de la sobremesa, durante las que el sopor y la pereza se adueñaban de todos, pequeños y mayores. Sentado en un rincón de su cuarto, Luis se afanaba en dibujar en un cartón unos guerreros para recortarlos más tarde en la plaza vieja del pueblo con la ayuda de sus amigos. Soltaba el lápiz de vez en cuando y no podía evitar que su imaginación saliese disparada y se dirigiera a casa de los abuelos de Ernesto para ponerse a jugar con el caballito de madera de éste, reprendiéndose con contundencia y obligándose a continuar el dibujo de los guerreros de cartón; ¿para qué perdía el tiempo soñando con algo maravilloso, sí, pero que nunca iba a poder conseguir? ¿Para qué dejar de lado sus guerreros de cartón si jamás iba a poder tener su anhelado caballito de madera? Si fuera rico… Pero como no lo era, más le valía conformarse con lo que tenía. Además, seguro que Ernesto no se lo pasaba tan bien como sus amigos y él con sus carretas y sus guerreros de cartón… Pero… ¡Ay! Tenía ese caballito de madera tan precioso…

Aquel caluroso y soleado primer mediodía de agosto, Luis no pudo menos que pensar que los Reyes Magos se habían acordado de pasar por su casa a dejarle un presente con ocho meses de retraso: El pequeño se quedó boquiabierto y sin poder pronunciar palabra cuando vio a su progenitor llegar a su casa con ¡un caballito de madera! Luis empezó a dar brincos de alegría y a acariciar el juguete con un respeto casi reverencial; era el sueño de su vida, ese caballito de madera. Era su anhelo imposible transformado en hermosa realidad. ¡Ay! ¡Cómo lo iba a disfrutar y a cuidar! ¡El sinfín de aventuras que iban a correr juntos! ¡Sería su compañero inseparable, su caballito; su deseo de toda la vida se había transformado en realidad! Su padre le había llevado lo único por lo que suspiraba desde que tenía uso de razón: Un caballito de madera. Su padre era el mejor.

-Papá, ¿de dónde has sacado el caballito?-Preguntó Luis transcurrido un buen rato, dándose cuenta de que su juguete era completamente idéntico al de Ernesto.
-Luis, te voy a decir la verdad, hijo-aunque temía decepcionarle, el hombre continuó:-Es el caballo de Ernesto. Lo iban a tirar a la basura, porque sus padres han venido a pasar el mes y le han traído otro nuevo de la capital. Yo los he visto cuando iban a tirarlo, y les he dicho que ese juguete estaba aún completamente nuevo, y que si me lo daban para ti. Siempre has querido uno, hijo, pero nosotros no tenemos medios para darte ese capricho; por eso, al ver a los padres de Ernesto, he pensado…
-¡Papá, eres maravilloso!-Luis no dejó concluir la frase a su progenitor. Se lanzó a su cuello y lo hinchó a abrazos y a besos. No le importaba de quien fuera el caballito, ni de dónde lo hubiese cogido su padre; a él sólo le importaba que se lo había llevado, y que iba a compartir muchos momentos de diversión y de entretenimiento con el único juguete que de verdad había deseado siempre.

Luis se sentía el rey del universo con su caballito de madera. Le daban igual el modo y las circunstancias por los que había llegado a sus manos; él sólo veía que tenía el juguete que siempre soñó. ¿Qué más le daba a él que fuese un caballito de madera desechado por un niño rico al que sus padres le habían regalado otro nuevo y mejor? De ser consciente de que nunca iba a tener uno a verse de pronto con el juguete de sus sueños entre sus manos, mediaba un abismo. De no poseer ninguno a poseer ese, había un mundo. Por eso era feliz, tremendamente feliz, con su caballito de madera, al que bautizó con el nombre de Melchor (como su Rey Mago favorito). Por eso se la traían floja las miradas despectivas y burlonas de Ernesto cuando se cruzaban por la calle, uno con su caballo de madera nuevo y el otro con Melchor y un paso tan ufano que más de una persona confundía con soberbia. Estaba orgulloso de Melchor, y no lo cambiaría por nada del mundo. Ernesto podía irse a paseo, porque ya no lo envidiaba. Sólo estaba agradecido a sus padres por haberle regalado otro caballito de madera, y al suyo mucho más por haber conseguido que le diesen a Melchor para él. Que Ernesto lo despreciase en público o en su casa; le daba exactamente igual. Tenía a Melchor.

Transcurrido un año, el verano tornó. El calor y la pereza volvieron a adueñarse del ambiente. Mientras los mayores preparaban el almuerzo, un almuerzo que muchos no podían tomar por no tenerlo, los pequeños desafiaban a las altas temperaturas y jugaban en las calles y en los patios. En medio de la algarabía chiquillera, Luis estaba en la puerta de su casa limpiando a Melchor, aprovechando que sus amigos ya se habían marchado a comer. Con sumo cuidado, siguiendo el consejo de su progenitora, el niño frotaba el lomo, las patas, el hocico y la cola del caballito con un trapo blanco. Suavemente, como si Melchor fuera de carne y hueso y temiese hacerle daño, le quitaba la suciedad que se le pegaba por todas partes de tanto como jugaba con él. Melchor era su compañero de aventuras y ese confidente callado que sabía hasta el más mínimo de sus secretitos infantiles, Melchor era la envidia de sus amigos y en muy contadas ocasiones accedía a dejárselo (como niño, era egoísta y temía que se lo destrozasen), aunque cuando lo hacía se lo pasaban todos muy bien. Pero Luis tomaba con Melchor, inconscientemente, la actitud adulta de un amante celoso y posesivo: Era suyo, y de nadie más.

Una sobremesa abrasadora de primeros de julio, una tarde en la que un enfurecido Astro Rey inundaba España con sus rayos de fuego y el calor asfixiante se colaba por todos los rincones de las casas y por todos los poros de la piel, Luis se despertó de la siesta y se fue al portal de su hogar con Melchor; cierto que la temperatura no invitaba a ello precisamente, pero se aburría contemplando cómo dormía su familia…

Estaba disponiéndose a contarle a su caballito de madera la última aventura que planeaba para jugar con sus amigos aquella misma tarde… Cuando vio acercarse a un amable y educado Ernesto… ¡Contemplando a Melchor como un goloso miraría una tarta de chocolate! El pequeño Luis rodeó su juguete con ambos brazos y adoptó una actitud defensiva para con el anterior propietario de éste. No pudo evitar que lo sacudiese una oleada de pánico; ¿Y si se había cansado de su caballito nuevo y quería arrebatarle a Melchor? ¿Qué podía hacer él si se lo arrebataba?

-Hola… ¿Puedo sentarme?-Le preguntó Ernesto, interrumpiendo sus pensamientos.
-¿Quieres dejar de mirar a mi caballo?-Los nervios se iban apoderando de Luis, quien cada vez apretujaba más a Melchor contra sí.
-¿Sabes que mi familia se ha vuelto pobre por culpa de mi papá?-Ernesto hizo caso omiso de la exigencia de Luis y se sentó a su lado, cruzando las manos sobre sus rodillas-ha engañado a todos y se ha ido con otra, dejándonos sin una peseta. Mi mamá ha vendido hasta mis juguetes para pagar a unos señores que nos querían tirar a la calle si no pagaba lo que mi papá debía…
-Así que ahora eres pobre…-Fue lo único que Luis acertó a decir. Estaba alucinado.
-Como tú-asintió Ernesto-mi mamá y yo vamos a vivir aquí con mis abuelos, y va a trabajar de maestra en la escuela. No quiero volver a la capital nunca, y no quiero volver a ver a mi papá. Es malo, y no nos quiere. Es malo. Muy malo. Muy malo…

Luis se estremeció al contemplar cómo las lágrimas que Ernesto se esforzaba en contener se transformaron finalmente en un llanto desgarrado. Un llanto infantil, el llanto de un niño al que de la noche a la mañana despojaron de su entorno familiar y arrebataron sus esquemas sin que él pudiese comprender muy bien por qué. El llanto de un niño que pasó bruscamente de adorar a su padre a odiarlo con todas sus fuerzas por su deleznable comportamiento y su villanía. El llanto de un niño al que arrebataron sus juguetes y algo más importante que eso: Su felicidad y su inocente pasotismo del mundo que lo rodeaba.

Luis se conmovió, y pensó en lo afortunado que era él por tener un papá tan bueno como el suyo. En lo afortunado que era por disfrutar de Melchor. En lo bien que se lo pasaba con sus amigos y con sus juguetes inventados…

-¿Quieres jugar con nosotros?-Luis puso a Melchor entremedio de ambos y observó con curiosidad la cara de estupefacción de Ernesto, que acarició a su antiguo caballito de madera con ternura mientras aceptaba su propuesta con un enérgico movimiento de cabeza.

Sesenta años más tarde, abrigados por la lumbre de la chimenea de Ernesto, éste y Luis se reían a carcajadas recordando aquellos tiempos en los que se hicieron amigos y jugaron con Melchor hasta que el caballito de madera pasó a mejor vida y debieron inventarse nuevos juguetes. Cacharros que Ernesto aprendió a fabricar y a compartir con los demás niños del pueblo. Éstos le enseñaron el arte de divertirse jugando sin poder disponer de trastos caros, y él comprendió el significado de la amistad y asimiló que hay que valorar lo que se tiene y no despreciarlo en la primera circunstancia que se nos presente.

La amistad entre aquellos dos niños tan diferentes al principio se consolidó con el paso de los años. Las vueltas que da la Vida les llevaron a hacer la mili juntos y a estudiar la misma carrera, Magisterio, pasando mil y una penalidades en la capital, y consiguiendo sendos puestos en la escuela del pueblo tiempo después. La rueda del Destino los convirtió en cuñados al casarse Ernesto con la hermana pequeña de Luis, mientras que éste se enamoró perdidamente de una amiga de su otra hermana y vio cómo moría de tuberculosis a los cinco años de matrimonio. Ernesto fue su apoyo en esos meses de dolor y de luto por la tragedia que le tocó vivir, y fue quien le presentó a Belén, la nueva maestra de las niñas de la escuela, que fue su segunda mujer y la madre de sus 6 hijos. Luis solía reprender a su amigo en plan de coña al decirle que desde que apareció Belén en su camino vivía en un perpetuo estado de enamorada y placentera Idiotez, a lo que éste contestaba ufano y orgulloso que a él le sucedía lo mismo desde que tuvo la desgracia de volverse loco por la que hoy era su mujer.

Y esa amistad nació por un caballito de madera, al que ambos tuvieron y al que ambos aprendieron a compartir. Walter lo llamó Ernesto. Melchor lo llamó Luis. Dos nombres para un mismo caballito de madera que fue el mejor compañero de juegos de dos niños alegres y fantasiosos en la España deprimida y oprimida de la Posguerra.

Comentarios

buggy ha dicho que…
Hola Puri,
demasiado rosa para mí.

"Walter lo llamó Ernesto. Melchor lo llamó Luis". Yo pondría un par de comas.
Anónimo ha dicho que…
Hola Puri,
Chulísimo. Me ha gustado mucho. El final es muy bonito.
:)
Un beso!!
Francis Nicolás ha dicho que…
Perdona que no te haya visitado antes. Llevo un día un poco lánguido y una tarde gélida, (-2º) de cuento de hermano Grim (el otro hermano ha preferido quedarse en la estufa)

Esta noche hiela.

Enhorabuena por el "pechito" de Messi!!

Mañana te leo... ¡no me pongas falta!
Y gracias por tu correo!!

Besos
Francis Nicolás ha dicho que…
Hubiera sido más lógico que Ernesto llamara al caballito "Walter"... No me imagino: ¡Ernesto!- Hiiiihihihi... pero el "realismo glacé" de Puri es ansí..

Mis reyes siempre han sido con sí consá. Yo estaba en una familia humilde con muchas bocas: mi vecino tenía pasta y yo no: mi vecino, tenía Scaléxtric y yo tenía un párking de lavado de hojalata con dos coches... y dos cajas de cerillas que hacían de furgoneta... ¿Quién de los dos ha sido más feliz? Supongo que los dos
Ahora, mi Melchor me sorpendió un día de reyes regalándome el Madelman Buzo y lloré... Hice a mi madre que me llenara la bañera de agua para estrenarlo... y no le llamé Borja Rodrigo, ni Alejandro Reyes, ni Chritian Jonatan... lo llamé "Chackcustó"... supongo porque les "custó" un huevo,en aquellos grises 70.

Un abrazo navideño en flor de estepa y olor de almendrado alfajorí, mi Puri.
Puri ha dicho que…
¡¡Dicy, me encantan tus críticas!!

GRACIASSSSSSSSSS.

Un abrazo,
Puri ha dicho que…
¡¡GRACIAS, Saporima!! Me imaginaba que éste te gustaría.

Besazos,
Puri ha dicho que…
Prooooooooofeeeeeeee, ¡¡¡GRACIAS A TI por tó!!!

Yo fui una niña con suerte, dentro de lo que cabe. Siempre tuve todos los juguetes que pedía, y ahora soy consciente del sacrificio que eso representaba para mi familia. Aún tengo 2 muñecas de aquella época dichosa e inocente, y aún me emociono al recordar cuando mi abuela -DEP- jugaba conmigo. Qué pena me da saber que aquellos años nunca volverán.

BESAZOS CON TURRÓN DE CHOCOLATE.

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