NO QUISIERA HABER VIVIDO ESE MOMENTO.
[Prooooooofeeeeeeee, el acróstico final te sonará, jejeje...]
[Sé que es un relato malo y viejo, pero me apetece compartirlo con vosotros...].
Alicante, 3 de marzo de 2004.
Querida amiga Cristina:
¿Cómo te encuentras? Perdóname por escribirte esta carta; sé que se te ha subido a la cabeza tu carrera de Derecho y que te molesta sobremanera que te llamen o que te escriban, que ahora eres amiga de pelillo o de taza de vino, que sólo te importa aquel o aquella que te puede ayudar a subir un peldaño más. Sé que ya no eres la Cristina enrollada y genial del cole; sé que has cambiado mucho y que cuando esta misiva llegue a tus manos la vas a leer y la vas a arrinconar con una mueca de desprecio porque te he hecho perder unos minutos que podrías haber empleado en llamar a una de tus colegas de la Facultad que tiene unos temas de cháchara más divertidos. Perdona que te diga esto, pero presumes de tener multitud de amigas y de que todas se disputan salir contigo y contarte sus secretos... Y la verdad pura y dura es que estás más sola que la una y que casi nunca sales de marcha por ahí. Claro, no sabrás dónde escoger... ¿O será que tus coleguitas se aburren con tu frialdad y escepticismo en lo tocante al amor y al género masculino?
Más, mira, si te escribo esta carta no es para lanzarte alfilerazos o criticar tu complicada personalidad. Te escribo a ti porque en el fondo te aprecio muchísimo y no olvido lo amigas que hemos sido. Te escribo porque necesito hablar con alguien y expresar en voz alta y sinceramente, la intensidad del dolor que me invade desde hace dos años.
No sé por dónde empezar, Cristina. Tengo tanta pesadumbre, tanto quebranto, tanta desesperanza y tanta exasperación por lo que me ha pasado que me está costando un esfuerzo sobrehumano escribir este texto. No entiendo aún la crueldad con la que la Vida me ha tratado, no sé por qué me ha pasado a mí esto, no sé por qué me martiriza Dios de esta manera...
¿Te acuerdas del chaval que era tan amigo mío en el colegio? ¡Qué te vas tú a acordar! No lo soportabas, Cristina, te caía peor que un bombazo en el estómago. Nunca entendí por qué, Cristina, con lo inteligente y tierno que era Diego... Aunque, ahora que lo pienso, tal vez era eso lo que no soportabas: Que un tío sea listo, amable y cariñoso...
Diego... Diego es el protagonista absoluto de esta carta, de este relato desgarrado, de este relato de desolación y de desaliento. Tú sabías mejor que nadie que Diego, además de ser mi amigo, me enamoró. Sí, él, sin pretenderlo, me enseñó el significado de la palabra AMOR. Era locura lo que sentía por él, me moría por cada uno de los huesos de su cuerpo, se me notaba a diez mil millones de kilómetros que daría mi vida entera por ser su novia. Era una obsesión que me descolocó, que me descentró, que me trastornó. Sentía impotencia, Cristina, y tú te burlabas, porque él no mostraba interés en mí como pareja. Decías que estaba amanerado, que había tenido la ocurrencia de enamorarme de un gay... ¡Qué mal se entiende y valora la sensibilidad en los tíos!
Imagino que recordarás que los meses y los años pasaron, y que, hasta que acabamos la EGB, mantuve la esperanza de que Diego sintiera algo por mí y me tirase los tejos. Miles de preguntas, de cábalas, de conjeturas, pasaban sin cesar a la velocidad de la luz por mi cabeza: ¿Por qué tonteaba con casi todas menos conmigo? ¿Por qué no me hacía caso en el sentido que yo anhelaba como los civiles la paz en tiempo de guerra? ¿Es que acaso no se daba cuenta de que, con sólo mirarle, me sacudía una descarga eléctrica de más de un millón de voltios? Ahora, con la perspectiva que da el tiempo, me planteo: ¿Cómo no iba a percatarse de que inspiraba en mí un sentimiento que iba más allá de la amistad, si se me notaba de aquí a Japón? Hay cosas que se caen por su propio peso... Si Diego no intentaba nada conmigo era porque no estaba enamorado de mí...
El colegio acabó. Fue el fin de una etapa, el cierre de una época. A mi padre lo trasladaron a Alicante en el trabajo, y toda la familia marchamos a vivir a San Juan. Aunque me sentía contenta por mi progenitor y por el estupendo chalet que compramos, os echaba mucho de menos a ti, a Silvia, a Maite, a Lorena, a Ramón, a Sergio, a Jose Vicente, a Samuel... Y a Diego. Os añoraba, a pesar de que nos veíamos bastante a menudo. Erais mis amigos. Mis compañeros de clase y mis compañeros de sueños y aventuras. Tú y yo mantuvimos el contacto y la amistad sin que la distancia que nos separaba fuese el fin de la camaradería que nos unía. Sin que los kilómetros levantasen barreras de olvido entre nosotras. Qué pena que hayas cambiado tanto, Cristina; te has convertido en una maniquí con toga, con el alma hecha un bloque de hielo y más interesada que nadie. Que presume de amigas por doquier y que está sola a la hora de correrse una parranda... Pero si crees que es así como tienes que proceder en tu discurrir por el sendero de la existencia, allá tú. Quien siembra vientos... A pesar de que hace tres años dejé de hablarte porque me clavaste un puñal tan afilado como doloroso al espetarme con brusco desdén que quedabas conmigo cuando no tenías a nadie, nunca he podido pasar por alto la enorme dilección que siempre te he tenido. No he dejado nunca de soñar que algún día cambiarás de estilo y volverás a ser la Cristina dulce y buena amiga de antaño. Tiene razón Isabel Allende cuando afirma que las palabras una vez dichas no se pueden borrar; tú dijiste eso y no lo podrás borrar jamás. Además, sé que prefieres diñarla antes que reconocer que te has equivocado.
Ya te digo; te escribo porque te sigo considerando mi amiga, y porque necesito desahogarme con alguien. Y lo mismo da mandar una carta a SM la Reina que a ti; ella no me va a responder por carencia de tiempo, y tú por carencia de voluntad. Pero me voy a sentir infinitamente mejor plasmando en esta carta el padecimiento, la tristeza y la sensación de soledad que desde hace dos años están presentes en mi alma, mi cuerpo y todo mi yo entero. No siento más que ganas de derramar miles de gotas de agua salada de los manantiales marrones que presiden mi montaña facial, no entiendo por qué me tuvo que suceder a mí algo tan lúgubre y tan trágico. Creo que no merezco lo que me ha tocado vivir. No. No lo merezco. Aunque tú dirás que quizás tendría que pasar de todo y ser más glacial; centrarme en mí y envolver mi idiosincrasia en una coraza de hierro. Pensándolo fríamente, no es una mala alternativa para que no te venza la desolación... Y pensándolo con sinceridad, para nada admiro o deseo ser el témpano en que te has convertido; eres más gélida que un polo de fresa, y te da un muermo si exteriorizas un reconcomio, un estremecimiento o una impresión. Llorar, gritar o lanzar improperios es bueno; no se gana nada guardándose los sentimientos para uno mismo, porque somos humanos y porque expresando lo que te aflige, lo que te conmueve, lo que odias o lo que amas te encuentras mejor que si te lo callas todo. El silencio sólo sirve para poner a tu cuerpo y a tu alma contra las cuerdas y al borde del colapso. Pero es imposible que te dé todo igual; aunque sea indiferencia, burla o desprecio tienes que sentir por algo o por alguien. Pienso. Aunque, viendo tu nefasta metamorfosis, ya no pongo ni un centímetro de mi piel en el fuego; ardería más aceleradamente que un hereje en la hoguera de la Inquisición.
Ya sabes que los nueve años subsiguientes a mi marcha a Alicante se me pasaron en un soplo. Hice BUP y COU, y en el instituto conocí a Raúl, empezamos a ser amigos y nos enrollamos; salimos un año y lo dejamos porque ni él olvidaba a su ex novia adúltera ni yo quería reconocer que seguía enamorada de Diego. Raúl es un tío maravilloso, hoy es químico y trabaja en Valencia; qué pena que nos encontrásemos en el instante equivocado de nuestras vidas. Habría sido el marido ideal. Pero cada uno de nosotros tiene ya marcado de antemano un inexorable e ineludible Destino, y no podemos eludirlo ni sortearlo. La vida es una novela vil y hermosa a la vez, y hasta que no llegas al desenlace no sabes nunca lo que te va a pasar en cada capítulo.
Sí, Cristina, te parecerá una soberana gilipollez, pero en esos nueve años no olvidé jamás a Diego. Por más que me negaba a admitirlo, nunca pasó un solo minuto de un solo día sin que pensara en mi amor, en el único dueño de cada rinconcito de mi pobre corazón. Aún estando con Raúl, no se me quitaba Diego de la cabeza; siempre soñaba con su pelo castaño, con sus maravillosos ojos color miel, con su inmensa simpatía, con su particular sentido del humor, con su cuerpo de atleta y con su encantadora sonrisa. Nunca pasaba una vez que nos viésemos en San Juan sin que él me dijese algo bonito o algo gracioso; a mí me dejaba alucinando en colores, pese a que ya era muy consciente de que Diego se comportaba así conmigo porque nos conocíamos desde 3º de EGB y éramos muy amigos. Ya había perdido la esperanza de que estuviera enamorado de mí y de que me lo dijera. Sólo me quería como su colega del colegio, su compañera de clase y su paño de lágrimas. Pero en lo más hondo de mí siempre mantenía la esperanza de que algún día... Era un anhelo, en cierta manera, plagado de fantasía y de inocencia a un tiempo, porque, ¿cómo iba Diego a enamorarse de mí en la distancia? El roce hace el cariño..., dice el chascarrillo, por otra parte no exento de razón. Por mucho daño que me hiciese admitirlo (al final di mi brazo a torcer y lo reconocí. Fue tras romper con Raúl...), era muy consciente de que amaba a Diego más que a nada y más que a nadie en el mundo; pero nunca iba a conseguir traspasar con él la barrera de la amistad. Y, en lo más hondo de mí misma, sabía que daría cualquier cosa por enamorar a Diego y que me lo dijera; me daba lo mismo el momento, el lugar, las circunstancias y el por qué. Soñaba con lograr mi objetivo, y me importaban un cuerno la manera y el instante. Ay, Cristina, de haber previsto el posterior desarrollo de los acontecimientos... Te juro por la memoria de mis abuelos, Cristina, que no habría pensado de un modo tan quimérico y tan egoísta. Mas, ¿quién nos puede prever, prevenir y avisar de lo que nos va a suceder dentro de una milésima de segundo en nuestro avanzar por el camino de la existencia? Nadie. Por más que haya gente que se dedique a hacer creer al resto de los mortales que son videntes. Y eso es lo bueno de la Vida, a pesar de todos los pesares: si supiésemos a ciencia cierta lo que nos va a ocurrir en cada momento, estoy segura de que actuaríamos de manera diametralmente opuesta a como lo hacemos a diario. Y eso sería ir contra las leyes de la Naturaleza y de la Vida.
Estoy aquí filosofando, mareando la perdiz y retrasando el momento de mi narración que más temo. Perdóname, Cristina, pero es que me resulta terriblemente doloroso afrontar la redacción de este párrafo; tengo el corazón atravesado por el afilado puñal del dolor, los manantiales de mi cara están ya secos de tanta agua como han derramado en estos dos años, he estado a punto de perecer de tristeza, de amargura y de desolación. Ojalá las cosas hubiesen sido completamente diferentes de cómo han resultado ser... ¿Por qué me ha pasado esto a mí? ¿Por qué? ¿Qué hemos hecho Diego y yo para merecer esto? Ojalá no hubiera pasado lo que te voy a relatar a continuación:
Hace dos años y medio, durante las Fallas de Sant Joan, Diego me llamó una tarde y me pidió que quedásemos. Nos reunimos en un pub del Puerto de Alicante; quería contarme la dolorosa ruptura que había vivido con su novia. La niñata lo abandonó porque se había quedado preñada, la muy cerda, de su profesor de matemáticas de la Facultad... Y, no te lo pierdas, Cristina, nunca permitió a Diego tirársela... Dime una cosa, ¿por qué Dios da pan a quien no tiene dientes? Hija de perra. Teniendo a Diego y se niega a acostarse con él, aduciendo que quiere llegar al matrimonio virgen, y se abre de piernas con el profe ése con más celeridad que una ramera en un lupanar. Eso es ella; una zorra. Una puta. ¡Qué poco valoró a Diego y qué daño le hizo!
Él se quedó muy hecho polvo, el pobre. En mí encontró el pañuelo en el que llorar su furor, su exasperación, su ira, su despecho. Durante los seis meses siguientes conseguí que dejase de lamentar su desgracia y de compadecerse y de llamarse a sí mismo ciervo mayor del Reino. Lo hice levantar la cabeza con orgullo y retomar con nuevos bríos su trabajo como ingeniero informático en una empresa de telecomunicaciones, lo hice ver la vida más allá de las sombras de Patricia y recobrar las ganas de reír, de ligar y de salir por ahí de marcha. Te puedo jurar, Cristina, que fueron los seis meses más felices de mi vida. Los seis meses más intensos de mi existencia, en los que tuve oportunidad de vivir con Diego la amistad adulta, la camaradería franca y cómplice de un chico y una chica que se hicieron colegas en el colegio y que no se perdieron de vista con el transcurrir de los años (que es lo que suele suceder con bastante asiduidad). Fueron los seis meses más cortos y más hermosos que jamás he vivido. Seis meses que no volverán. Nunca volverán.
En ningún tiempo podré olvidar la mañana del 22 de diciembre de 2001. Ese domingo ya navideño, frío y soleado como es normal en esa época del año, me encontraba más triste que un niño sin padres; eran las primeras Navidades que tenía que pasar sin mi abuela, una de las personas más queridas por mí, aparte de Diego, y estaba hecha polvo. No había puesto el Nacimiento ni adornado la casa por eso, porque mi estado de ánimo no me lo permitía. Las Navidades son la época más triste para mucha gente, y entiendo por qué: lamentamos no poder compartir tanta alegría con nuestros seres queridos que ya no están y parece como que nos acordemos más de ellos. Perdona, Cristina, que, una vez más, me haya ido por los Cerros de Úbeda... Como te decía, nunca podré dejar de recordar esa soleada y aciaga mañana del 22 de diciembre de 2001. Me tocó el gordo que no me tenía que haber tocado, y no es ningún chiste... Por desgracia, no. Una llamada a mi casa me alteró para Dios sabrá cuánto tiempo.
Era Candela, la madre de Diego, quien, entre sollozos desesperados, me suplicó que fuese al hospital de Elche, que su hijo estaba muy mal y quería verme a toda costa. ¿Puedes hacerte una idea de la explosión de llanto que tuve cuando colgué el teléfono? ¿Eres capaz de imaginarte la oleada de pánico que me recorrió el cuerpo entero? No lo creo, Cristina. Es probable que, aunque hayas pasado o pases (ni de esto ni de cagar se libra nadie) por una situación parecida a la mía, nunca comprendas mi dolor. ¿Qué pasaba con mi amor? ¿Por qué estaba Diego en el hospital? ¿Por qué quería verme con tanta urgencia? Estas cábalas, y muchísimas más, se sucedieron en medio de mi llanto a la velocidad de un rayo en mi cabeza mientras mi padre me llevaba (no podía conducir en el estado de histerismo en el que me encontraba) en su coche al centro médico donde estaba ingresado mi Diego, mi niño mimado, mi gran amor.
Cuando aparecí por el pasillo del hospital, se me cayeron las paredes encima; el olor nauseabundo, la infernal temperatura ambiente, las habitaciones saturadas de bacterias y de personal que va a visitar a los enfermos y no se percata de que se hallan en un centro sanitario, los gritos desesperados de unos familiares que acababan de perder a un ser querido... Todo me pareció tenebroso, dramático, espeluznante. Todo iba parejo a mi desesperada situación anímica. Conforme avanzaba por el pasillo hacia la habitación donde estaba el único dueño de mi corazón, sudaba más, la sensación de vértigo era cada vez mayor...
Llegué a la puerta de la habitación que Candela me había indicado por teléfono. Hice acoplo de fuerzas, procurando no perder los estribos. Ver a la persona que más amaba en el mundo encamado, sondado y con goteros por todas partes, con la mascarilla de oxígeno puesta y mucho más delgado de lo normal fue un bombazo emocional para mí; se me partió el alma en mil fragmentos. Jorge, el padre de Diego, con toda la serenidad posible en aquellos terribles instantes, me hizo salir con él al pasillo, y allí me explicó cual era el dramático estado de su hijo: Diego había tenido un accidente de tráfico a causa de un conductor ebrio y como consecuencia del impacto había recibido múltiples golpes por todo el cuerpo, pero el más grave se lo produjo en el hígado y en el bazo; lo habían operado, y había salido muy bien, pero la súbita (y desgraciada) aparición de un edema pulmonar condenó al gran amor de mi vida a la muerte; era cuestión de horas, de días, o de minutos. No se sabía. Y lo peor de todo, como me dijo Jorge, es que Diego se daba cuenta de lo que estaba sucediendo. Y a sus padres les impresionó sobremanera que les suplicara con tanto ahínco que me llamasen. Me quedé, imagínate cómo, como si me estuviese muriendo yo. Diego, mi amor, ¿por qué le tenía que pasar esto a él? Ni lo entendí en aquellos terribles momentos, ni lo entiendo ahora, ni lo entenderé jamás. Por mucho que un sacerdote amigo mío trate de explicármelo o por mucho que mis padres, familia y amigos intenten consolarme diciéndome que son cosas que pasan en la vida. ¿La vida? La vida es una mierda. Y te pido perdón por la frase, Cristina. La muerte siempre sorprende primero a quien menos lo merece. Nunca se lleva antes a todos los hijos de perra que hay por ahí. No sé por qué. Perdona mi vocabulario, pero es que me repatean las injusticias. Y lo que le pasó a mi Diego lo es...
Cuando logré serenarme mínimamente, sólo mínimamente, entré en la habitación de nuevo, no sin antes abrazar a Jorge y a Candela para darnos apoyo moral mutuo; lo íbamos a necesitar, y mucho. Haciendo acoplo de fuerzas, porque no quería que Diego despertara y me viese desbordada por las lágrimas, corrí la cortina que divide la estancia (para tener un poco de intimidad con respecto al otro paciente) y me senté al borde de la cama de Diego, procurando no entorpecer ni trastocar ningún gotero ni goma de los que llevaba puestos el dueño de mi corazón. Le cogí suavemente los dedos de su mano izquierda entre los míos de la derecha y se los acaricié. Maldije al destino; con las veces que había soñado con poder hacer un gesto así, y mira tú por dónde tuvo que ser en circunstancias tan dramáticas...
Diego abrió los ojos y me olvidé de todo y de todos...
-Carmen...
-¿Qué pasa, chiquillo?-yo no sabía de dónde me salían las fuerzas para hablar en broma-¿con quien te has peleado?
-Jajaja-agradecí mentalmente a Dios haber sido capaz de arrancarle una carcajada en aquellos momentos a Diego-pues mira, chica, cosas que pasan... Gracias por venir.
-Si tú me dices ven...-tarareé yo, conteniendo el llanto.
-Carmen-se quitó la mascarilla de oxígeno y me acercó más a él, empujándome con su mano derecha la espalda-te quiero. Te quiero, perdóname por no habértelo dicho antes, pero me no me ha dado tiempo... En estos meses he olvidado a Patricia, he dejado de verte como la Carmen cómplice y amiga y te veo como la Carmen mujer y bella por dentro y por fuera que eres... Ojalá todo hubiera sido distinto... Te quiero, y daría cualquier cosa por haber podido decírtelo de otra manera, en otras circunstancias y en otro sitio que oliese mejor...
-Diego, Diego-acerqué mis labios a los suyos y acepté ávida el beso que él quería darme. En aquel instante sentí alegría, y, paradójicamente, rabia. Mucha rabia. Por el momento que estaba viviendo y por las circunstancias en las que había llegado. Sentí tanta desesperación que no pude menos que admitir en lo más hondo de mí que hubiese dado cualquier cosa por no estar viviendo ese dramático episodio con Diego; te juro por la memoria de mis abuelos, Cristina, que preferiría haber seguido toda la vida sin lograr el amor de mi amigo a ser su novia sólo unas horas y en esas circunstancias.
Tan sólo pudimos disfrutar unas horas de nuestra relación. Diego murió mientras dormía a las cuatro de la madrugada del 23 de diciembre de 2001. Yo no estaba con él; a las diez me obligó a irme a mi casa a descansar para estar al día siguiente juntos. Me acosté, no sin antes tomarme un buen trago de jarabe tranquilizante, pero ni por ésas conseguí serenarme y dormir un poco. Era tanta la impotencia, la amargura, la desesperación y la pena, la soledad y el terror a perder para siempre a mi niño mimado, a mi gran amor, que me levanté a oscuras, cogí la foto de mis abuelos y la apretujé contra mi pecho; puede parecer increíble, pero noté cómo mis abuelos, de alguna forma, me transmitían su mensaje de serenidad. Era como si, a su modo, me estuvieran diciendo que no tuviese miedo, que Diego se reuniría con ellos y que juntos cuidarían de mí hasta el día en que me tocase llegar al fin de mi trayecto por el camino de mi existencia y tomara el que me conduciría a su lado. No me quedaba más consuelo que ése, y, en lo más hondo de mí, sabía que pese a toda mi honda pena y a mi infinita tristeza debía intentar ser fuerte y aceptar el cruel varapalo que el Destino me estaba propinando. Más, ¿cómo iba a quedarme cruzada de brazos sabiendo que no podía retener a mi gran amor a mi lado porque Dios consideraba que a su lado estaría mejor? ¿Cómo podía resignarme al duro momento que me estaba tocando vivir? ¿Cómo podía entender la muerte de Diego con tan sólo 24 años? ¿Eh..? ¿Cómo..?
Pues, ¿qué quieres que te diga? Que no me ha quedado más remedio que aprender a vivir con el recuerdo de Diego. Desde que le enterramos a las 6 de la tarde del 25 de diciembre (no te relato las horas que pasamos su familia, la mía y yo en el tanatorio porque apenas las recuerdo, aturdidas como estábamos su madre y servidora por los efectos de los calmantes) hasta el día de hoy no hago apenas otra cosa; vivo, si, pero el dolor sigue ahí. El dolor, la tristeza, la desolación y la incredulidad por lo que ha pasado. Lo echo tanto de menos que nadie imagina cómo. Lo he pasado mal, muy mal, y se lo he hecho pasar terriblemente mal a mis padres y a mi familia.
Pero, para bien o para mal, la vida sigue. He de continuar avanzando por el camino de la existencia, aún me quedan muchas cosas por vivir, y debo tener la seguridad de que mis abuelos y Diego, desde donde estén, velan por mí de día y de noche hasta que –dentro de mucho- nos reencontremos. No les recuerdo a los tres con tristeza. Les recuerdo con alegría, les recuerdo y nombro como si estuvieran vivos; es un consejo que le escuché a mi adorada abuela y que pongo en práctica. Tengo una foto de Diego (y otra de mis abuelos, por supuesto), La tengo cerca de mí, y, cuando estoy con una pena o una alegría o un problema, cojo el retrato y le hablo, me desahogo con mi gran amor. Y, de algún modo, siento su apoyo y su aliento. Me paso el día hablando con ellos, con los tres. Y tengo la certeza de que me escuchan y me ayudan. Llevo conmigo a los mejores ángeles del mundo, y ése es el consuelo que me queda en medio de tanta tristeza.
La gente que me conoce me dice que volveré a enamorarme... Pero no creo que haya chico en el mundo capaz de enseñarme el significado de la palabra AMISTAD y de enamorarme como Diego lo hizo. Diego dejó escritos su carácter y su dulzura con letras de oro en mi corazón y en mi memoria... Y así lo plasmé en un poema que Candela mandó grabar en la lápida de su hijo sin que yo lo supiera. Me dijo que así todos conocerían el amor que Diego hizo nacer en mí. Ese detalle me llegó al alma, y, cada vez que voy al camposanto a visitar a mis abuelos y a mi niño mimado, me hincho a llorar con el poema. El dolor sigue ahí... ¿Perenne? De momento, si, Cristina.
Cómo te echo de menos, amor.
Amor, que me alumbras en mi noche.
Besos que me diste, ¡no volverán!
Amor, echo de menos tu rayo de sol.
Lo dulce de tus ojos, la seda de tu piel.
La primavera en tu alma, el verano en tu mirar.
Oh, mi flor de pasión, sigo prendada de ti.
De ti, pese al puente tan largo que nos separa.
El puente de los árboles bañados en años.
El puente del arco iris para bajar del cielo.
Soy una abeja desolada en medio del mar.
Porque no recupera su panal de dulce miel.
Amor que no te vas de mi reloj...
Dame un instante de dicha... Vuelve a mí...
Amor, puñal clavado en mi apenado corazón...
Serás mi clavel de pasión... Siempre.
[Sé que es un relato malo y viejo, pero me apetece compartirlo con vosotros...].
Alicante, 3 de marzo de 2004.
Querida amiga Cristina:
¿Cómo te encuentras? Perdóname por escribirte esta carta; sé que se te ha subido a la cabeza tu carrera de Derecho y que te molesta sobremanera que te llamen o que te escriban, que ahora eres amiga de pelillo o de taza de vino, que sólo te importa aquel o aquella que te puede ayudar a subir un peldaño más. Sé que ya no eres la Cristina enrollada y genial del cole; sé que has cambiado mucho y que cuando esta misiva llegue a tus manos la vas a leer y la vas a arrinconar con una mueca de desprecio porque te he hecho perder unos minutos que podrías haber empleado en llamar a una de tus colegas de la Facultad que tiene unos temas de cháchara más divertidos. Perdona que te diga esto, pero presumes de tener multitud de amigas y de que todas se disputan salir contigo y contarte sus secretos... Y la verdad pura y dura es que estás más sola que la una y que casi nunca sales de marcha por ahí. Claro, no sabrás dónde escoger... ¿O será que tus coleguitas se aburren con tu frialdad y escepticismo en lo tocante al amor y al género masculino?
Más, mira, si te escribo esta carta no es para lanzarte alfilerazos o criticar tu complicada personalidad. Te escribo a ti porque en el fondo te aprecio muchísimo y no olvido lo amigas que hemos sido. Te escribo porque necesito hablar con alguien y expresar en voz alta y sinceramente, la intensidad del dolor que me invade desde hace dos años.
No sé por dónde empezar, Cristina. Tengo tanta pesadumbre, tanto quebranto, tanta desesperanza y tanta exasperación por lo que me ha pasado que me está costando un esfuerzo sobrehumano escribir este texto. No entiendo aún la crueldad con la que la Vida me ha tratado, no sé por qué me ha pasado a mí esto, no sé por qué me martiriza Dios de esta manera...
¿Te acuerdas del chaval que era tan amigo mío en el colegio? ¡Qué te vas tú a acordar! No lo soportabas, Cristina, te caía peor que un bombazo en el estómago. Nunca entendí por qué, Cristina, con lo inteligente y tierno que era Diego... Aunque, ahora que lo pienso, tal vez era eso lo que no soportabas: Que un tío sea listo, amable y cariñoso...
Diego... Diego es el protagonista absoluto de esta carta, de este relato desgarrado, de este relato de desolación y de desaliento. Tú sabías mejor que nadie que Diego, además de ser mi amigo, me enamoró. Sí, él, sin pretenderlo, me enseñó el significado de la palabra AMOR. Era locura lo que sentía por él, me moría por cada uno de los huesos de su cuerpo, se me notaba a diez mil millones de kilómetros que daría mi vida entera por ser su novia. Era una obsesión que me descolocó, que me descentró, que me trastornó. Sentía impotencia, Cristina, y tú te burlabas, porque él no mostraba interés en mí como pareja. Decías que estaba amanerado, que había tenido la ocurrencia de enamorarme de un gay... ¡Qué mal se entiende y valora la sensibilidad en los tíos!
Imagino que recordarás que los meses y los años pasaron, y que, hasta que acabamos la EGB, mantuve la esperanza de que Diego sintiera algo por mí y me tirase los tejos. Miles de preguntas, de cábalas, de conjeturas, pasaban sin cesar a la velocidad de la luz por mi cabeza: ¿Por qué tonteaba con casi todas menos conmigo? ¿Por qué no me hacía caso en el sentido que yo anhelaba como los civiles la paz en tiempo de guerra? ¿Es que acaso no se daba cuenta de que, con sólo mirarle, me sacudía una descarga eléctrica de más de un millón de voltios? Ahora, con la perspectiva que da el tiempo, me planteo: ¿Cómo no iba a percatarse de que inspiraba en mí un sentimiento que iba más allá de la amistad, si se me notaba de aquí a Japón? Hay cosas que se caen por su propio peso... Si Diego no intentaba nada conmigo era porque no estaba enamorado de mí...
El colegio acabó. Fue el fin de una etapa, el cierre de una época. A mi padre lo trasladaron a Alicante en el trabajo, y toda la familia marchamos a vivir a San Juan. Aunque me sentía contenta por mi progenitor y por el estupendo chalet que compramos, os echaba mucho de menos a ti, a Silvia, a Maite, a Lorena, a Ramón, a Sergio, a Jose Vicente, a Samuel... Y a Diego. Os añoraba, a pesar de que nos veíamos bastante a menudo. Erais mis amigos. Mis compañeros de clase y mis compañeros de sueños y aventuras. Tú y yo mantuvimos el contacto y la amistad sin que la distancia que nos separaba fuese el fin de la camaradería que nos unía. Sin que los kilómetros levantasen barreras de olvido entre nosotras. Qué pena que hayas cambiado tanto, Cristina; te has convertido en una maniquí con toga, con el alma hecha un bloque de hielo y más interesada que nadie. Que presume de amigas por doquier y que está sola a la hora de correrse una parranda... Pero si crees que es así como tienes que proceder en tu discurrir por el sendero de la existencia, allá tú. Quien siembra vientos... A pesar de que hace tres años dejé de hablarte porque me clavaste un puñal tan afilado como doloroso al espetarme con brusco desdén que quedabas conmigo cuando no tenías a nadie, nunca he podido pasar por alto la enorme dilección que siempre te he tenido. No he dejado nunca de soñar que algún día cambiarás de estilo y volverás a ser la Cristina dulce y buena amiga de antaño. Tiene razón Isabel Allende cuando afirma que las palabras una vez dichas no se pueden borrar; tú dijiste eso y no lo podrás borrar jamás. Además, sé que prefieres diñarla antes que reconocer que te has equivocado.
Ya te digo; te escribo porque te sigo considerando mi amiga, y porque necesito desahogarme con alguien. Y lo mismo da mandar una carta a SM la Reina que a ti; ella no me va a responder por carencia de tiempo, y tú por carencia de voluntad. Pero me voy a sentir infinitamente mejor plasmando en esta carta el padecimiento, la tristeza y la sensación de soledad que desde hace dos años están presentes en mi alma, mi cuerpo y todo mi yo entero. No siento más que ganas de derramar miles de gotas de agua salada de los manantiales marrones que presiden mi montaña facial, no entiendo por qué me tuvo que suceder a mí algo tan lúgubre y tan trágico. Creo que no merezco lo que me ha tocado vivir. No. No lo merezco. Aunque tú dirás que quizás tendría que pasar de todo y ser más glacial; centrarme en mí y envolver mi idiosincrasia en una coraza de hierro. Pensándolo fríamente, no es una mala alternativa para que no te venza la desolación... Y pensándolo con sinceridad, para nada admiro o deseo ser el témpano en que te has convertido; eres más gélida que un polo de fresa, y te da un muermo si exteriorizas un reconcomio, un estremecimiento o una impresión. Llorar, gritar o lanzar improperios es bueno; no se gana nada guardándose los sentimientos para uno mismo, porque somos humanos y porque expresando lo que te aflige, lo que te conmueve, lo que odias o lo que amas te encuentras mejor que si te lo callas todo. El silencio sólo sirve para poner a tu cuerpo y a tu alma contra las cuerdas y al borde del colapso. Pero es imposible que te dé todo igual; aunque sea indiferencia, burla o desprecio tienes que sentir por algo o por alguien. Pienso. Aunque, viendo tu nefasta metamorfosis, ya no pongo ni un centímetro de mi piel en el fuego; ardería más aceleradamente que un hereje en la hoguera de la Inquisición.
Ya sabes que los nueve años subsiguientes a mi marcha a Alicante se me pasaron en un soplo. Hice BUP y COU, y en el instituto conocí a Raúl, empezamos a ser amigos y nos enrollamos; salimos un año y lo dejamos porque ni él olvidaba a su ex novia adúltera ni yo quería reconocer que seguía enamorada de Diego. Raúl es un tío maravilloso, hoy es químico y trabaja en Valencia; qué pena que nos encontrásemos en el instante equivocado de nuestras vidas. Habría sido el marido ideal. Pero cada uno de nosotros tiene ya marcado de antemano un inexorable e ineludible Destino, y no podemos eludirlo ni sortearlo. La vida es una novela vil y hermosa a la vez, y hasta que no llegas al desenlace no sabes nunca lo que te va a pasar en cada capítulo.
Sí, Cristina, te parecerá una soberana gilipollez, pero en esos nueve años no olvidé jamás a Diego. Por más que me negaba a admitirlo, nunca pasó un solo minuto de un solo día sin que pensara en mi amor, en el único dueño de cada rinconcito de mi pobre corazón. Aún estando con Raúl, no se me quitaba Diego de la cabeza; siempre soñaba con su pelo castaño, con sus maravillosos ojos color miel, con su inmensa simpatía, con su particular sentido del humor, con su cuerpo de atleta y con su encantadora sonrisa. Nunca pasaba una vez que nos viésemos en San Juan sin que él me dijese algo bonito o algo gracioso; a mí me dejaba alucinando en colores, pese a que ya era muy consciente de que Diego se comportaba así conmigo porque nos conocíamos desde 3º de EGB y éramos muy amigos. Ya había perdido la esperanza de que estuviera enamorado de mí y de que me lo dijera. Sólo me quería como su colega del colegio, su compañera de clase y su paño de lágrimas. Pero en lo más hondo de mí siempre mantenía la esperanza de que algún día... Era un anhelo, en cierta manera, plagado de fantasía y de inocencia a un tiempo, porque, ¿cómo iba Diego a enamorarse de mí en la distancia? El roce hace el cariño..., dice el chascarrillo, por otra parte no exento de razón. Por mucho daño que me hiciese admitirlo (al final di mi brazo a torcer y lo reconocí. Fue tras romper con Raúl...), era muy consciente de que amaba a Diego más que a nada y más que a nadie en el mundo; pero nunca iba a conseguir traspasar con él la barrera de la amistad. Y, en lo más hondo de mí misma, sabía que daría cualquier cosa por enamorar a Diego y que me lo dijera; me daba lo mismo el momento, el lugar, las circunstancias y el por qué. Soñaba con lograr mi objetivo, y me importaban un cuerno la manera y el instante. Ay, Cristina, de haber previsto el posterior desarrollo de los acontecimientos... Te juro por la memoria de mis abuelos, Cristina, que no habría pensado de un modo tan quimérico y tan egoísta. Mas, ¿quién nos puede prever, prevenir y avisar de lo que nos va a suceder dentro de una milésima de segundo en nuestro avanzar por el camino de la existencia? Nadie. Por más que haya gente que se dedique a hacer creer al resto de los mortales que son videntes. Y eso es lo bueno de la Vida, a pesar de todos los pesares: si supiésemos a ciencia cierta lo que nos va a ocurrir en cada momento, estoy segura de que actuaríamos de manera diametralmente opuesta a como lo hacemos a diario. Y eso sería ir contra las leyes de la Naturaleza y de la Vida.
Estoy aquí filosofando, mareando la perdiz y retrasando el momento de mi narración que más temo. Perdóname, Cristina, pero es que me resulta terriblemente doloroso afrontar la redacción de este párrafo; tengo el corazón atravesado por el afilado puñal del dolor, los manantiales de mi cara están ya secos de tanta agua como han derramado en estos dos años, he estado a punto de perecer de tristeza, de amargura y de desolación. Ojalá las cosas hubiesen sido completamente diferentes de cómo han resultado ser... ¿Por qué me ha pasado esto a mí? ¿Por qué? ¿Qué hemos hecho Diego y yo para merecer esto? Ojalá no hubiera pasado lo que te voy a relatar a continuación:
Hace dos años y medio, durante las Fallas de Sant Joan, Diego me llamó una tarde y me pidió que quedásemos. Nos reunimos en un pub del Puerto de Alicante; quería contarme la dolorosa ruptura que había vivido con su novia. La niñata lo abandonó porque se había quedado preñada, la muy cerda, de su profesor de matemáticas de la Facultad... Y, no te lo pierdas, Cristina, nunca permitió a Diego tirársela... Dime una cosa, ¿por qué Dios da pan a quien no tiene dientes? Hija de perra. Teniendo a Diego y se niega a acostarse con él, aduciendo que quiere llegar al matrimonio virgen, y se abre de piernas con el profe ése con más celeridad que una ramera en un lupanar. Eso es ella; una zorra. Una puta. ¡Qué poco valoró a Diego y qué daño le hizo!
Él se quedó muy hecho polvo, el pobre. En mí encontró el pañuelo en el que llorar su furor, su exasperación, su ira, su despecho. Durante los seis meses siguientes conseguí que dejase de lamentar su desgracia y de compadecerse y de llamarse a sí mismo ciervo mayor del Reino. Lo hice levantar la cabeza con orgullo y retomar con nuevos bríos su trabajo como ingeniero informático en una empresa de telecomunicaciones, lo hice ver la vida más allá de las sombras de Patricia y recobrar las ganas de reír, de ligar y de salir por ahí de marcha. Te puedo jurar, Cristina, que fueron los seis meses más felices de mi vida. Los seis meses más intensos de mi existencia, en los que tuve oportunidad de vivir con Diego la amistad adulta, la camaradería franca y cómplice de un chico y una chica que se hicieron colegas en el colegio y que no se perdieron de vista con el transcurrir de los años (que es lo que suele suceder con bastante asiduidad). Fueron los seis meses más cortos y más hermosos que jamás he vivido. Seis meses que no volverán. Nunca volverán.
En ningún tiempo podré olvidar la mañana del 22 de diciembre de 2001. Ese domingo ya navideño, frío y soleado como es normal en esa época del año, me encontraba más triste que un niño sin padres; eran las primeras Navidades que tenía que pasar sin mi abuela, una de las personas más queridas por mí, aparte de Diego, y estaba hecha polvo. No había puesto el Nacimiento ni adornado la casa por eso, porque mi estado de ánimo no me lo permitía. Las Navidades son la época más triste para mucha gente, y entiendo por qué: lamentamos no poder compartir tanta alegría con nuestros seres queridos que ya no están y parece como que nos acordemos más de ellos. Perdona, Cristina, que, una vez más, me haya ido por los Cerros de Úbeda... Como te decía, nunca podré dejar de recordar esa soleada y aciaga mañana del 22 de diciembre de 2001. Me tocó el gordo que no me tenía que haber tocado, y no es ningún chiste... Por desgracia, no. Una llamada a mi casa me alteró para Dios sabrá cuánto tiempo.
Era Candela, la madre de Diego, quien, entre sollozos desesperados, me suplicó que fuese al hospital de Elche, que su hijo estaba muy mal y quería verme a toda costa. ¿Puedes hacerte una idea de la explosión de llanto que tuve cuando colgué el teléfono? ¿Eres capaz de imaginarte la oleada de pánico que me recorrió el cuerpo entero? No lo creo, Cristina. Es probable que, aunque hayas pasado o pases (ni de esto ni de cagar se libra nadie) por una situación parecida a la mía, nunca comprendas mi dolor. ¿Qué pasaba con mi amor? ¿Por qué estaba Diego en el hospital? ¿Por qué quería verme con tanta urgencia? Estas cábalas, y muchísimas más, se sucedieron en medio de mi llanto a la velocidad de un rayo en mi cabeza mientras mi padre me llevaba (no podía conducir en el estado de histerismo en el que me encontraba) en su coche al centro médico donde estaba ingresado mi Diego, mi niño mimado, mi gran amor.
Cuando aparecí por el pasillo del hospital, se me cayeron las paredes encima; el olor nauseabundo, la infernal temperatura ambiente, las habitaciones saturadas de bacterias y de personal que va a visitar a los enfermos y no se percata de que se hallan en un centro sanitario, los gritos desesperados de unos familiares que acababan de perder a un ser querido... Todo me pareció tenebroso, dramático, espeluznante. Todo iba parejo a mi desesperada situación anímica. Conforme avanzaba por el pasillo hacia la habitación donde estaba el único dueño de mi corazón, sudaba más, la sensación de vértigo era cada vez mayor...
Llegué a la puerta de la habitación que Candela me había indicado por teléfono. Hice acoplo de fuerzas, procurando no perder los estribos. Ver a la persona que más amaba en el mundo encamado, sondado y con goteros por todas partes, con la mascarilla de oxígeno puesta y mucho más delgado de lo normal fue un bombazo emocional para mí; se me partió el alma en mil fragmentos. Jorge, el padre de Diego, con toda la serenidad posible en aquellos terribles instantes, me hizo salir con él al pasillo, y allí me explicó cual era el dramático estado de su hijo: Diego había tenido un accidente de tráfico a causa de un conductor ebrio y como consecuencia del impacto había recibido múltiples golpes por todo el cuerpo, pero el más grave se lo produjo en el hígado y en el bazo; lo habían operado, y había salido muy bien, pero la súbita (y desgraciada) aparición de un edema pulmonar condenó al gran amor de mi vida a la muerte; era cuestión de horas, de días, o de minutos. No se sabía. Y lo peor de todo, como me dijo Jorge, es que Diego se daba cuenta de lo que estaba sucediendo. Y a sus padres les impresionó sobremanera que les suplicara con tanto ahínco que me llamasen. Me quedé, imagínate cómo, como si me estuviese muriendo yo. Diego, mi amor, ¿por qué le tenía que pasar esto a él? Ni lo entendí en aquellos terribles momentos, ni lo entiendo ahora, ni lo entenderé jamás. Por mucho que un sacerdote amigo mío trate de explicármelo o por mucho que mis padres, familia y amigos intenten consolarme diciéndome que son cosas que pasan en la vida. ¿La vida? La vida es una mierda. Y te pido perdón por la frase, Cristina. La muerte siempre sorprende primero a quien menos lo merece. Nunca se lleva antes a todos los hijos de perra que hay por ahí. No sé por qué. Perdona mi vocabulario, pero es que me repatean las injusticias. Y lo que le pasó a mi Diego lo es...
Cuando logré serenarme mínimamente, sólo mínimamente, entré en la habitación de nuevo, no sin antes abrazar a Jorge y a Candela para darnos apoyo moral mutuo; lo íbamos a necesitar, y mucho. Haciendo acoplo de fuerzas, porque no quería que Diego despertara y me viese desbordada por las lágrimas, corrí la cortina que divide la estancia (para tener un poco de intimidad con respecto al otro paciente) y me senté al borde de la cama de Diego, procurando no entorpecer ni trastocar ningún gotero ni goma de los que llevaba puestos el dueño de mi corazón. Le cogí suavemente los dedos de su mano izquierda entre los míos de la derecha y se los acaricié. Maldije al destino; con las veces que había soñado con poder hacer un gesto así, y mira tú por dónde tuvo que ser en circunstancias tan dramáticas...
Diego abrió los ojos y me olvidé de todo y de todos...
-Carmen...
-¿Qué pasa, chiquillo?-yo no sabía de dónde me salían las fuerzas para hablar en broma-¿con quien te has peleado?
-Jajaja-agradecí mentalmente a Dios haber sido capaz de arrancarle una carcajada en aquellos momentos a Diego-pues mira, chica, cosas que pasan... Gracias por venir.
-Si tú me dices ven...-tarareé yo, conteniendo el llanto.
-Carmen-se quitó la mascarilla de oxígeno y me acercó más a él, empujándome con su mano derecha la espalda-te quiero. Te quiero, perdóname por no habértelo dicho antes, pero me no me ha dado tiempo... En estos meses he olvidado a Patricia, he dejado de verte como la Carmen cómplice y amiga y te veo como la Carmen mujer y bella por dentro y por fuera que eres... Ojalá todo hubiera sido distinto... Te quiero, y daría cualquier cosa por haber podido decírtelo de otra manera, en otras circunstancias y en otro sitio que oliese mejor...
-Diego, Diego-acerqué mis labios a los suyos y acepté ávida el beso que él quería darme. En aquel instante sentí alegría, y, paradójicamente, rabia. Mucha rabia. Por el momento que estaba viviendo y por las circunstancias en las que había llegado. Sentí tanta desesperación que no pude menos que admitir en lo más hondo de mí que hubiese dado cualquier cosa por no estar viviendo ese dramático episodio con Diego; te juro por la memoria de mis abuelos, Cristina, que preferiría haber seguido toda la vida sin lograr el amor de mi amigo a ser su novia sólo unas horas y en esas circunstancias.
Tan sólo pudimos disfrutar unas horas de nuestra relación. Diego murió mientras dormía a las cuatro de la madrugada del 23 de diciembre de 2001. Yo no estaba con él; a las diez me obligó a irme a mi casa a descansar para estar al día siguiente juntos. Me acosté, no sin antes tomarme un buen trago de jarabe tranquilizante, pero ni por ésas conseguí serenarme y dormir un poco. Era tanta la impotencia, la amargura, la desesperación y la pena, la soledad y el terror a perder para siempre a mi niño mimado, a mi gran amor, que me levanté a oscuras, cogí la foto de mis abuelos y la apretujé contra mi pecho; puede parecer increíble, pero noté cómo mis abuelos, de alguna forma, me transmitían su mensaje de serenidad. Era como si, a su modo, me estuvieran diciendo que no tuviese miedo, que Diego se reuniría con ellos y que juntos cuidarían de mí hasta el día en que me tocase llegar al fin de mi trayecto por el camino de mi existencia y tomara el que me conduciría a su lado. No me quedaba más consuelo que ése, y, en lo más hondo de mí, sabía que pese a toda mi honda pena y a mi infinita tristeza debía intentar ser fuerte y aceptar el cruel varapalo que el Destino me estaba propinando. Más, ¿cómo iba a quedarme cruzada de brazos sabiendo que no podía retener a mi gran amor a mi lado porque Dios consideraba que a su lado estaría mejor? ¿Cómo podía resignarme al duro momento que me estaba tocando vivir? ¿Cómo podía entender la muerte de Diego con tan sólo 24 años? ¿Eh..? ¿Cómo..?
Pues, ¿qué quieres que te diga? Que no me ha quedado más remedio que aprender a vivir con el recuerdo de Diego. Desde que le enterramos a las 6 de la tarde del 25 de diciembre (no te relato las horas que pasamos su familia, la mía y yo en el tanatorio porque apenas las recuerdo, aturdidas como estábamos su madre y servidora por los efectos de los calmantes) hasta el día de hoy no hago apenas otra cosa; vivo, si, pero el dolor sigue ahí. El dolor, la tristeza, la desolación y la incredulidad por lo que ha pasado. Lo echo tanto de menos que nadie imagina cómo. Lo he pasado mal, muy mal, y se lo he hecho pasar terriblemente mal a mis padres y a mi familia.
Pero, para bien o para mal, la vida sigue. He de continuar avanzando por el camino de la existencia, aún me quedan muchas cosas por vivir, y debo tener la seguridad de que mis abuelos y Diego, desde donde estén, velan por mí de día y de noche hasta que –dentro de mucho- nos reencontremos. No les recuerdo a los tres con tristeza. Les recuerdo con alegría, les recuerdo y nombro como si estuvieran vivos; es un consejo que le escuché a mi adorada abuela y que pongo en práctica. Tengo una foto de Diego (y otra de mis abuelos, por supuesto), La tengo cerca de mí, y, cuando estoy con una pena o una alegría o un problema, cojo el retrato y le hablo, me desahogo con mi gran amor. Y, de algún modo, siento su apoyo y su aliento. Me paso el día hablando con ellos, con los tres. Y tengo la certeza de que me escuchan y me ayudan. Llevo conmigo a los mejores ángeles del mundo, y ése es el consuelo que me queda en medio de tanta tristeza.
La gente que me conoce me dice que volveré a enamorarme
Cómo te echo de menos, amor.
Amor, que me alumbras en mi noche.
Besos que me diste, ¡no volverán!
Amor, echo de menos tu rayo de sol.
Lo dulce de tus ojos, la seda de tu piel.
La primavera en tu alma, el verano en tu mirar.
Oh, mi flor de pasión, sigo prendada de ti.
De ti, pese al puente tan largo que nos separa.
El puente de los árboles bañados en años.
El puente del arco iris para bajar del cielo.
Soy una abeja desolada en medio del mar.
Porque no recupera su panal de dulce miel.
Amor que no te vas de mi reloj...
Dame un instante de dicha... Vuelve a mí...
Amor, puñal clavado en mi apenado corazón...
Serás mi clavel de pasión... Siempre.
Comentarios
1. Mañana leo tu post de hoy. Se me ha hecho tarde y tengo mucho sueño!!
2. En cuanto a tu comentario en mi blog, se nota que eres una persona feliz. Las personas felices son "contagiosas" y tú sin duda lo eres. :) :) :)
Un besazo, Puri. Hasta mañana.
¡GRACIASSSS! Espero "contagiarte"...
BESAZOSSSSSSSSSSS,
BESOOS,,
Se me hace raro que Carmen quiera desahogarse con Cristina y antes de hacerlo se dedique a criticarla con ferocidad. En esas condiciones es casi imposible que su antigua amiga vuelva a mostrarse comprensiva y cariñosa con ella. Probablemente esa carta represente el fin de la relación entre ambas.
En cuanto a la historia, me ha parecido muy emocionante. Triste triste. ¡Se me han humedecido los ojos!
Del poema me gusta especialmente la imagen del arco iris y la de la abeja.
Un besazo!!
Ya sé que no te gustan muchos finales de mis historias, por eso me enorgullece que ésta te haya emocionado.
El poema me lo mandó Ariovisto como ejercicio de clase, y me gustó tanto como me salió que años más tarde lo incluí en este relato.
MIL BESOOOOOOOOOOS,
Soy un poco tunante
De mano va esta partida
Bonito puesto delante
Arrastro la mesa si envida
Sota caballo y turbante
Toda la gente se olvida
Oros, Copas y Espadas;
Sólo falta el Ordenante.
:)
Carmen, Carmen.,.voy a tener que emborracharme...
Se ma secao el lagrimal...
Un beso "tunanta".
¡Ea, una, que disfruta haciendo emocionarse a los lectores...!
Jejejejee...
BESOS TUNANTES.
tengo un poco de faena. En cuanto pueda lo primero que hago es leerte.
Desde luego la protagonista tiene necesidad de comunicación...
¿Ves cómo no puedo vivir sin ellas...?
UN ABRAZO,