LA VALENTÍA DE CARLA.
La brisa suave de aquella mañana del verano sorprendió a la joven doctora, que no esperaba para nada ese regalo del clima. Estaba sentada en el porche de la casa de sus abuelos, saboreando una naranjada mientras se mecía inconscientemente en el balancín del anciano, sumida en la lectura de "La taberna", de Emile Zola. Estaba asombrada por la miseria y la degradación que el famoso autor naturalista describe en esta fabulosa novela, donde el obrero parisino es vapuleado por sus feos vicios y por no atender a sus obligaciones familiares, todo ello en el marco de la realidad oscura y deprimente que envolvió al Ser Humano en el siglo XIX. Carla esperaba como agua de mayo sus vacaciones estivales para poder sumergirse en las páginas de un buen libro que no tuviese nada que ver con la Medicina.
Al mediodía, Carla dejó la novela en la mesa de mimbre, sita a su vera, con evidente fastidio. Estaba muy interesada en la trama, pero el frescor matinal había sido un espejismo; el bochorno pegajoso e insufrible tornaba a ser el dueño y señor del ambiente, con lo que no apetecía seguir leyendo a pleno sol. Además, acercábase la hora de comer, y tenía que ayudar a sus abuelos a preparar la mesa y el menú... Aunque sabía de sobras que ellos no se lo permitirían, porque decían que iba al pueblo a descansar de las tensiones de todo el año, no a hacer de ama de casa. La joven sonrió; tendría que ponerse firme y conseguir que la dejasen colaborar. Si no, no le quedaba otra alternativa que amenazarlos con irse a pasar el resto de las vacaciones al hotel rural recientemente inaugurado. Estaba claro que no lo haría, porque iba al pueblo sólo por ver a sus abuelos, pero no consentiría que el viejo matrimonio cargase con todas las labores de la casa mientras ella se encontrara allí.
Tras una cómica discusión con su abuela, Carla se metió en la cocina a preparar la ensaladilla rusa y los filetes de pollo empanado para el almuerzo. Mientras ella se afanaba con la mayonesa, la anciana se puso a batir la mezcla que había preparado para el pastel que iba a hacer. La médico se retiró un mechón de pelo con el dorso de su mano y sonrió; aquel era el momento en el que su abuela le contaba los chismes del pueblo...
-Mi niña, ¿sabes qué?-dijo Rosa, echando al mismo tiempo lo que había batido en la fuente del horno.
-Dime, abuela-Carla aprovechó que estaba de espaldas a ella para sonreír divertida.
-¿A que no adivinas quién llegó anoche al pueblo?
-Ay, pues no-la chica puso un filete en la sartén y se volvió de cara a la anciana-no sé...
-Daniel-le respondió, cerrando la puerta del horno con divertida malicia-¿te acuerdas de él?
-¿Daniel? Sí. Claro.
¡Cómo no iba a acordarse de Daniel! Era imposible olvidar lo que sucedió catorce años atrás. Qué diferente era ella entonces. Qué diferente era la vida en aquel momento... Y qué buena es la memoria, que nos permite recordar tantas cosas que nos han sucedido, aunque en muchas ocasiones quisiéramos poder desterrar algunas que nos resultan deprimentes o desagradables. A pesar de todos los años transcurridos nunca olvidó su infancia en el pueblo, sus malos tragos y sus buenos recuerdos, los niños que fueron sus compañeros de clase y con los que tuvo más de un enfrentamiento, las travesuras infantiles de esos niños que le provocaban ataques de llanto incontenibles, las comilonas al calor de la chimenea y las aterradoras historias de fenómenos paranormales que relataban los mayores después de los postres, los chismes que corrían entre los vecinos sobre una chica enamorada de un cura de la parroquia de un cercano pueblo y el hijo que nació de esa pasión prohibida, la mujer viuda que tuvo un lío con el alcalde y se fugó con él, el pobre zumbado que se suicidó cuando comprobó que no venían los extraterrestres a por él...
¡Qué años más difíciles de desterrar de la memoria! Carla sacó un filete de la sartén y lo puso sobre una servilleta de papel, para que escurriese el aceite. Cogió otro y lo echó a la sartén para que se friese, mientras sonreía enternecida por los recuerdos...
La Carla de 8 años era una niña enclenque, flacucha, con unas gafas que llegaban antes que ella a los sitios, modosita y llorona hasta la desesperación. Vivía con sus padres y sus dos hermanos pequeños en una preciosa casa rural, con todas las comodidades de la época y rodeada de cariño y amor en su familia. Era una chiquilla lista y espabilada, pero tímida y retraída como nadie; sus compañeros de clase le hacían mil y una trastadas para burlarse de ella y ver cómo se desgañitaba llorando y buscando sus gafas por todas partes a tientas, para cachondearse observando sus chillidos de espanto al sorprender saltamontes o lagartijas en su mochila o escarabajos en su pupitre, para desternillarse de risa al ver su cara de pena al encontrar muchas veces sus deberes rotos y sus libros pintarrajeados. Era el hazmerreír de todos, y ni siquiera su amiga Verónica era capaz de plantarles cara y defenderla.
Su refugio, su relax y su paño de lágrimas eran su familia. Su padre, médico, y su madre, policía nacional, la protegían y mimaban, aunque eran de la opinión de que debía plantar cara a sus compañeros y no dejarse acojonar por ellos; tenía que demostrarles todo lo que valía, hacerles ver que era muchísimo mejor persona que ellos y mostrarse valiente... Claro, que sus progenitores no debían tener demasiada idea de lo complicado que resultaría enfrentarse sola a toda la clase... Siempre le reprochaba a su madre que, siendo policía como era, no se llevase detenidos a todos esos niños malos.
Pero Carla crecía feliz a pesar de todo. Sentada en el porche de su casa o en el de sus abuelos, imaginaba un mundo mágico y lleno de sueños. Un mundo donde ella era una bella princesa y donde todos los habitantes del Reino la admiraban y respetaban. Un mundo ideal donde podía ir al colegio, aprender y jugar como cualquier otro pequeño de su edad. Un mundo ideal que se desvanecía cuan pompas de jabón en el aire nada más abrir los ojos y tornar a la realidad deprimente de su vida diaria en el centro educativo. Para Carla, soñar era su libertad y despertar era su prisión.
Los meses y los años transcurrieron, imperturbables ante los cambios que experimentaba el mundo. Carla se transformó en una niña de doce años espigada y llena de interés por estudiar y por llegar a ser médico como su padre. Sus compañeros seguían burlándose de ella, pero las trastadas decrecieron a medida que fue perdiendo el miedo a los bichos (con la inestimable ayuda de un compañero de su madre recién llegado al pueblo) y los echaba por las ventanas de la clase conforme los descubría y a medida que fue aprendiendo a no llorar delante de ellos y a meterles un par de gritos cuando se cercioraba de que tenía cerca algún profesor.
Por lo menos ya la respetaban y se lo pensaban más a la hora de hacerle alguna bribonada. Ya no era la Carla llorona de años atrás. Ahora empezaba a tener agallas.
Y bien que lo demostró el día que fue con su clase a un paraje natural maravilloso para celebrar el fin del segundo trimestre y las próximas Pascuas. Era un día de finales de marzo, primaveral y radiante, donde el azul del cielo se confundía con el zarco del mar, y donde la cálida atmósfera invitaba al amor, al paseo por el campo o por las orillas de la playa. Era un día que no merecía ser menospreciado y desperdiciado, y el colegio de Carla no estaba por la labor; todos acudieron a la excursión bien equipados, con una mochila repleta de bocadillos, embutidos, bebidas y pastas, dispuestos a pasar un día inolvidable y lleno de diversión. Se lo pasaron en grande, comiendo y organizando juegos y carreras, en los que participaron todos. Hasta la misma Carla, empujada por Verónica y por sus dos hermanos. Fue una jornada muy divertida, y hubo buen ambiente. Buen rollo. Todos, años más tarde, recordarían aquel día con cariño y ternura.
Y eso que pudo terminar en tragedia de la manera más inesperada y absurda. Las cosas pasan cuando menos lo esperamos y sin tener lógica... Después de comer, mientras todos jugaban, Carla decidió apartarse un poco para buscar un sitio discreto donde hacer sus necesidades. Tomó un pequeño sendero y se internó entre los pinos que habitaban a ambos lados, canturreando una melodía de su intérprete favorito y pensando con enamorado rubor en Daniel, su compañero de clase, que últimamente la alborotaba con sólo mirarla... Ay, pero era perder el tiempo el soñar siquiera con que llegasen a ser amigos; él era uno de los que más se burlaban de sus gafas, de su endeblez física y de su viejo miedo a los bichos. Carla no entendía cómo podíale gustar ese niño rubio y de ojos azules que destacaba como ella en los estudios y al que le auguraban un gran porvenir como futbolista. Claro, que aún no tenía edad para comprender que el amor es el sentimiento más inexplicable y más complejo que existe. El más sublime y el más difícil. El más apasionante y el más complicado.
Carla se asustó. A un lado del sendero, un terraplén salpicado de maleza y pedruscos parecía ocultar a algún animal herido, a juzgar por los quejidos y lamentos entrecortados que se escuchaban. Venciendo su incontenible terror y su repulsión a los bichos, la niña se agachó y dejó escapar un grito de horrorizado pasmo cuando vio a Daniel herido en su pierna derecha, por la que salía sangre sin cesar, y medio mareado ya por el dolor y por el tremendo esfuerzo de intentar tapar el corte. Carla, sin pararse a pensar en lo que hacía, bajó con extremada precaución, ante la atónita mirada de Daniel, por el terraplén y llegó hasta el niño. Recordando que su padre siempre le decía que la sangre hay que taponarla para que deje de salir, se quitó el suéter que llevaba, y venciendo sus nervios, ató éste sobre la pierna lesionada de Daniel.
Le costó una interminable bronca con él convencerlo para que subiera el terraplén apoyado en sus hombros. Sabía que era un miedica y un cobarde, pero no creía que lo fuera tanto. ¿Qué quería? ¿Morir ahí solo y ensangrentado? ¿Cómo era tan cobarde? Pues ella lo había encontrado, y no iba a permitir que se quedara ahí abajo mientras su herida seguía echando sangre hasta dejarlo seco. No. Lo iba a subir, y lo dejaría sentado al pie de un árbol mientras iba en busca de ayuda. Y, a regañadientes, Daniel le hizo caso: Con muchísimas dificultades y un esfuerzo sobrehumano, Carla logró ponerlo en pie y subir con él el terraplén, con más de un tambaleo peligroso por parte de ambos, hasta que, sudorosos y fatigados, consiguieron llegar al pie de un añejo pino.
Allí dejó Carla a Daniel, no sin antes apretar de nuevo el jersey contra la herida del niño. Jadeando y corriendo con ímpetu y desesperación, fue en busca de sus profesores, quedándose éstos asombrados y patidifusos cuando supieron lo que había sucedido y el desenlace del acontecimiento que estuvo en un tris de acabar en tragedia, de no haber sido por la providencial aparición de Carla. La valentía de la niña y su arrollador empuje fueron decisivos para salvar la pierna y la vida de Daniel, y significaron asimismo el reconocimiento a la gesta de la pequeña, y el fin de las burlas y las travesuras de sus compañeros contra ella. La admiraron porque demostró ser valiente y arriesgada cuando le tocó serlo, salvando la vida de Daniel sin detenerse a pensar en los peligros que les acechaban a ambos mientras subían por el terraplén con la pierna herida de él y los nervios de los dos.
Todos reflexionaron sobre las pruebas a las que nos somete la Vida y las lecciones que proporcionan. La Vida es una caja de sorpresas, una ruleta que lanza sus jugadas del modo más súbito, insospechado, imprevisible; y de esa forma veloz e inesperada se desarrollaron los acontecimientos de aquella mañana de excursión escolar. A todos les pareció sorprendente la valentía de la pequeña Carla, y aprendieron a valorarla y a quererla tal y como era. Por fin Carla fue vista como la niña dulce y sencilla que era, más allá de sus gafas horrendas y de su endeblez física que tantas burlas habían generado. Todos parecieron caer por fin en que hay algo más allá del físico y de la apariencia de un Ser Humano.
Carla apagó el fuego y se dispuso a sacar la fuente de los filetes a la mesa del comedor. Habían transcurrido catorce años desde aquel día memorable, pero jamás lo había olvidado. Su camino y el de Daniel tomaron derroteros distintos, una vez que los estudios les llevaron a Institutos y Universidades diferentes, más ella no cesaba de acordarse de él. En cierta forma, le daba una vergüenza tremenda admitirse que seguía enamorada del niño al que rescató en el campo aquella mañana víspera de Pascua, y que por ese motivo no había cuajado con ninguno de los chavales con los que intentó enrollarse y tener una relación más o menos seria. No era posible que siguiese amando la imagen de un niño a quien hacía tantos años que no veía y con quien no tenía ningún tipo de contacto. No era posible semejante burrada. No. No era posible. No.
Sí. Era posible. Tuvo que admitírselo cuando, por la tarde, Daniel apareció por la casa de sus abuelos y se fundieron en un cálido y emocionante abrazo. Carla se quedó asombrada al saber que el niño al que ella salvó era médico, que se estaba especializando en Traumatología y que tampoco había olvidado el episodio que cambió sus vidas para siempre... Y tampoco tenía novia, para regocijo de la pasmada Carla, quien no cesaba de reprenderse por no ser capaz de desterrar de su corazón un sentimiento de amor tan absurdo.
Y tan imposible, se dijo la joven doctora cuando, ya de madrugada, tras muchas horas de amena y cómplice conversación, Daniel le confesó que era homosexual y que hacía dos meses que su novio había muerto en un accidente de tráfico.
Eso me pasa por amar la imagen de un niño, se dijo Carla cuando se acostó.
Pero estaba tranquila. Estaba feliz. El hechizo de esa imagen se había roto por fin, dando paso a una amistad que ya no perderían nunca más.
Al mediodía, Carla dejó la novela en la mesa de mimbre, sita a su vera, con evidente fastidio. Estaba muy interesada en la trama, pero el frescor matinal había sido un espejismo; el bochorno pegajoso e insufrible tornaba a ser el dueño y señor del ambiente, con lo que no apetecía seguir leyendo a pleno sol. Además, acercábase la hora de comer, y tenía que ayudar a sus abuelos a preparar la mesa y el menú... Aunque sabía de sobras que ellos no se lo permitirían, porque decían que iba al pueblo a descansar de las tensiones de todo el año, no a hacer de ama de casa. La joven sonrió; tendría que ponerse firme y conseguir que la dejasen colaborar. Si no, no le quedaba otra alternativa que amenazarlos con irse a pasar el resto de las vacaciones al hotel rural recientemente inaugurado. Estaba claro que no lo haría, porque iba al pueblo sólo por ver a sus abuelos, pero no consentiría que el viejo matrimonio cargase con todas las labores de la casa mientras ella se encontrara allí.
Tras una cómica discusión con su abuela, Carla se metió en la cocina a preparar la ensaladilla rusa y los filetes de pollo empanado para el almuerzo. Mientras ella se afanaba con la mayonesa, la anciana se puso a batir la mezcla que había preparado para el pastel que iba a hacer. La médico se retiró un mechón de pelo con el dorso de su mano y sonrió; aquel era el momento en el que su abuela le contaba los chismes del pueblo...
-Mi niña, ¿sabes qué?-dijo Rosa, echando al mismo tiempo lo que había batido en la fuente del horno.
-Dime, abuela-Carla aprovechó que estaba de espaldas a ella para sonreír divertida.
-¿A que no adivinas quién llegó anoche al pueblo?
-Ay, pues no-la chica puso un filete en la sartén y se volvió de cara a la anciana-no sé...
-Daniel-le respondió, cerrando la puerta del horno con divertida malicia-¿te acuerdas de él?
-¿Daniel? Sí. Claro.
¡Cómo no iba a acordarse de Daniel! Era imposible olvidar lo que sucedió catorce años atrás. Qué diferente era ella entonces. Qué diferente era la vida en aquel momento... Y qué buena es la memoria, que nos permite recordar tantas cosas que nos han sucedido, aunque en muchas ocasiones quisiéramos poder desterrar algunas que nos resultan deprimentes o desagradables. A pesar de todos los años transcurridos nunca olvidó su infancia en el pueblo, sus malos tragos y sus buenos recuerdos, los niños que fueron sus compañeros de clase y con los que tuvo más de un enfrentamiento, las travesuras infantiles de esos niños que le provocaban ataques de llanto incontenibles, las comilonas al calor de la chimenea y las aterradoras historias de fenómenos paranormales que relataban los mayores después de los postres, los chismes que corrían entre los vecinos sobre una chica enamorada de un cura de la parroquia de un cercano pueblo y el hijo que nació de esa pasión prohibida, la mujer viuda que tuvo un lío con el alcalde y se fugó con él, el pobre zumbado que se suicidó cuando comprobó que no venían los extraterrestres a por él...
¡Qué años más difíciles de desterrar de la memoria! Carla sacó un filete de la sartén y lo puso sobre una servilleta de papel, para que escurriese el aceite. Cogió otro y lo echó a la sartén para que se friese, mientras sonreía enternecida por los recuerdos...
La Carla de 8 años era una niña enclenque, flacucha, con unas gafas que llegaban antes que ella a los sitios, modosita y llorona hasta la desesperación. Vivía con sus padres y sus dos hermanos pequeños en una preciosa casa rural, con todas las comodidades de la época y rodeada de cariño y amor en su familia. Era una chiquilla lista y espabilada, pero tímida y retraída como nadie; sus compañeros de clase le hacían mil y una trastadas para burlarse de ella y ver cómo se desgañitaba llorando y buscando sus gafas por todas partes a tientas, para cachondearse observando sus chillidos de espanto al sorprender saltamontes o lagartijas en su mochila o escarabajos en su pupitre, para desternillarse de risa al ver su cara de pena al encontrar muchas veces sus deberes rotos y sus libros pintarrajeados. Era el hazmerreír de todos, y ni siquiera su amiga Verónica era capaz de plantarles cara y defenderla.
Su refugio, su relax y su paño de lágrimas eran su familia. Su padre, médico, y su madre, policía nacional, la protegían y mimaban, aunque eran de la opinión de que debía plantar cara a sus compañeros y no dejarse acojonar por ellos; tenía que demostrarles todo lo que valía, hacerles ver que era muchísimo mejor persona que ellos y mostrarse valiente... Claro, que sus progenitores no debían tener demasiada idea de lo complicado que resultaría enfrentarse sola a toda la clase... Siempre le reprochaba a su madre que, siendo policía como era, no se llevase detenidos a todos esos niños malos.
Pero Carla crecía feliz a pesar de todo. Sentada en el porche de su casa o en el de sus abuelos, imaginaba un mundo mágico y lleno de sueños. Un mundo donde ella era una bella princesa y donde todos los habitantes del Reino la admiraban y respetaban. Un mundo ideal donde podía ir al colegio, aprender y jugar como cualquier otro pequeño de su edad. Un mundo ideal que se desvanecía cuan pompas de jabón en el aire nada más abrir los ojos y tornar a la realidad deprimente de su vida diaria en el centro educativo. Para Carla, soñar era su libertad y despertar era su prisión.
Los meses y los años transcurrieron, imperturbables ante los cambios que experimentaba el mundo. Carla se transformó en una niña de doce años espigada y llena de interés por estudiar y por llegar a ser médico como su padre. Sus compañeros seguían burlándose de ella, pero las trastadas decrecieron a medida que fue perdiendo el miedo a los bichos (con la inestimable ayuda de un compañero de su madre recién llegado al pueblo) y los echaba por las ventanas de la clase conforme los descubría y a medida que fue aprendiendo a no llorar delante de ellos y a meterles un par de gritos cuando se cercioraba de que tenía cerca algún profesor.
Por lo menos ya la respetaban y se lo pensaban más a la hora de hacerle alguna bribonada. Ya no era la Carla llorona de años atrás. Ahora empezaba a tener agallas.
Y bien que lo demostró el día que fue con su clase a un paraje natural maravilloso para celebrar el fin del segundo trimestre y las próximas Pascuas. Era un día de finales de marzo, primaveral y radiante, donde el azul del cielo se confundía con el zarco del mar, y donde la cálida atmósfera invitaba al amor, al paseo por el campo o por las orillas de la playa. Era un día que no merecía ser menospreciado y desperdiciado, y el colegio de Carla no estaba por la labor; todos acudieron a la excursión bien equipados, con una mochila repleta de bocadillos, embutidos, bebidas y pastas, dispuestos a pasar un día inolvidable y lleno de diversión. Se lo pasaron en grande, comiendo y organizando juegos y carreras, en los que participaron todos. Hasta la misma Carla, empujada por Verónica y por sus dos hermanos. Fue una jornada muy divertida, y hubo buen ambiente. Buen rollo. Todos, años más tarde, recordarían aquel día con cariño y ternura.
Y eso que pudo terminar en tragedia de la manera más inesperada y absurda. Las cosas pasan cuando menos lo esperamos y sin tener lógica... Después de comer, mientras todos jugaban, Carla decidió apartarse un poco para buscar un sitio discreto donde hacer sus necesidades. Tomó un pequeño sendero y se internó entre los pinos que habitaban a ambos lados, canturreando una melodía de su intérprete favorito y pensando con enamorado rubor en Daniel, su compañero de clase, que últimamente la alborotaba con sólo mirarla... Ay, pero era perder el tiempo el soñar siquiera con que llegasen a ser amigos; él era uno de los que más se burlaban de sus gafas, de su endeblez física y de su viejo miedo a los bichos. Carla no entendía cómo podíale gustar ese niño rubio y de ojos azules que destacaba como ella en los estudios y al que le auguraban un gran porvenir como futbolista. Claro, que aún no tenía edad para comprender que el amor es el sentimiento más inexplicable y más complejo que existe. El más sublime y el más difícil. El más apasionante y el más complicado.
Carla se asustó. A un lado del sendero, un terraplén salpicado de maleza y pedruscos parecía ocultar a algún animal herido, a juzgar por los quejidos y lamentos entrecortados que se escuchaban. Venciendo su incontenible terror y su repulsión a los bichos, la niña se agachó y dejó escapar un grito de horrorizado pasmo cuando vio a Daniel herido en su pierna derecha, por la que salía sangre sin cesar, y medio mareado ya por el dolor y por el tremendo esfuerzo de intentar tapar el corte. Carla, sin pararse a pensar en lo que hacía, bajó con extremada precaución, ante la atónita mirada de Daniel, por el terraplén y llegó hasta el niño. Recordando que su padre siempre le decía que la sangre hay que taponarla para que deje de salir, se quitó el suéter que llevaba, y venciendo sus nervios, ató éste sobre la pierna lesionada de Daniel.
Le costó una interminable bronca con él convencerlo para que subiera el terraplén apoyado en sus hombros. Sabía que era un miedica y un cobarde, pero no creía que lo fuera tanto. ¿Qué quería? ¿Morir ahí solo y ensangrentado? ¿Cómo era tan cobarde? Pues ella lo había encontrado, y no iba a permitir que se quedara ahí abajo mientras su herida seguía echando sangre hasta dejarlo seco. No. Lo iba a subir, y lo dejaría sentado al pie de un árbol mientras iba en busca de ayuda. Y, a regañadientes, Daniel le hizo caso: Con muchísimas dificultades y un esfuerzo sobrehumano, Carla logró ponerlo en pie y subir con él el terraplén, con más de un tambaleo peligroso por parte de ambos, hasta que, sudorosos y fatigados, consiguieron llegar al pie de un añejo pino.
Allí dejó Carla a Daniel, no sin antes apretar de nuevo el jersey contra la herida del niño. Jadeando y corriendo con ímpetu y desesperación, fue en busca de sus profesores, quedándose éstos asombrados y patidifusos cuando supieron lo que había sucedido y el desenlace del acontecimiento que estuvo en un tris de acabar en tragedia, de no haber sido por la providencial aparición de Carla. La valentía de la niña y su arrollador empuje fueron decisivos para salvar la pierna y la vida de Daniel, y significaron asimismo el reconocimiento a la gesta de la pequeña, y el fin de las burlas y las travesuras de sus compañeros contra ella. La admiraron porque demostró ser valiente y arriesgada cuando le tocó serlo, salvando la vida de Daniel sin detenerse a pensar en los peligros que les acechaban a ambos mientras subían por el terraplén con la pierna herida de él y los nervios de los dos.
Todos reflexionaron sobre las pruebas a las que nos somete la Vida y las lecciones que proporcionan. La Vida es una caja de sorpresas, una ruleta que lanza sus jugadas del modo más súbito, insospechado, imprevisible; y de esa forma veloz e inesperada se desarrollaron los acontecimientos de aquella mañana de excursión escolar. A todos les pareció sorprendente la valentía de la pequeña Carla, y aprendieron a valorarla y a quererla tal y como era. Por fin Carla fue vista como la niña dulce y sencilla que era, más allá de sus gafas horrendas y de su endeblez física que tantas burlas habían generado. Todos parecieron caer por fin en que hay algo más allá del físico y de la apariencia de un Ser Humano.
Carla apagó el fuego y se dispuso a sacar la fuente de los filetes a la mesa del comedor. Habían transcurrido catorce años desde aquel día memorable, pero jamás lo había olvidado. Su camino y el de Daniel tomaron derroteros distintos, una vez que los estudios les llevaron a Institutos y Universidades diferentes, más ella no cesaba de acordarse de él. En cierta forma, le daba una vergüenza tremenda admitirse que seguía enamorada del niño al que rescató en el campo aquella mañana víspera de Pascua, y que por ese motivo no había cuajado con ninguno de los chavales con los que intentó enrollarse y tener una relación más o menos seria. No era posible que siguiese amando la imagen de un niño a quien hacía tantos años que no veía y con quien no tenía ningún tipo de contacto. No era posible semejante burrada. No. No era posible. No.
Sí. Era posible. Tuvo que admitírselo cuando, por la tarde, Daniel apareció por la casa de sus abuelos y se fundieron en un cálido y emocionante abrazo. Carla se quedó asombrada al saber que el niño al que ella salvó era médico, que se estaba especializando en Traumatología y que tampoco había olvidado el episodio que cambió sus vidas para siempre... Y tampoco tenía novia, para regocijo de la pasmada Carla, quien no cesaba de reprenderse por no ser capaz de desterrar de su corazón un sentimiento de amor tan absurdo.
Y tan imposible, se dijo la joven doctora cuando, ya de madrugada, tras muchas horas de amena y cómplice conversación, Daniel le confesó que era homosexual y que hacía dos meses que su novio había muerto en un accidente de tráfico.
Eso me pasa por amar la imagen de un niño, se dijo Carla cuando se acostó.
Pero estaba tranquila. Estaba feliz. El hechizo de esa imagen se había roto por fin, dando paso a una amistad que ya no perderían nunca más.
Comentarios
¿por qué lo subió? ¿es que si lo dejaba donde estaba le iba a pasar algo malo? ¿no hubiese sido más sensato dejarlo allí e ir a por ayuda? Si no lo hubiera subido, no habría sido valiente y el acontecimiento no habría sido tan importante. Me falla el guión.
Por lo demás, vuelvo a percibir un exceso de detalles insustanciales. Demasiadas enumeraciones, demasiados datos. ¡Qué más da cómo se llamaba la novela de Zola o si éste era realista o costumbrista! Tan malo es pecar de defecto como de exceso.
Mañana te leo. Hoy se me ha hecho tarde y tengo sueño.
Un besote!!
Un aplauso para la autora
Y un aplauso para mí, ¡qué coño! que hoy me he levantado de buen humor.
Muy biencontado, Puri.
Un beso
Me ha gustado mucho. Y el final no es de cuento de hadas, pero sí bonito, así que por mí estupendo.
Un besazo!!
PD. Para justificar el regreso del chico y que pudieran volver a verse te has "cargado" al novio. Ya sé... Ya sé... No has podido evitarlo... :) :) :)
GRACIAS. UN ABRAZO,
Jajajajjjjjjjjjjjjjjjjj, sabía que me lo ibas a decir... ¡No puedo evitar poner muertos y desgracias en mis textos! Soy muy mala yo, jejejejejeje.
BESAZOS,
Pero qué poco me has comentado el relato, plof, plof...
Jejejeje...
BESAZOS,
¡Qué bien estamos!, ¿verdad? Tenemos mucha suerte. Yo creo que todos estamos encantados.
Un besazo y gracias por tu cariño!!
PD. Te echamos de menos cuando no puedes estar!!